En los argumentos de la elite política en torno al actual escenario electoral subyace veladamente la amenaza de la ingobernabilidad. No solamente como una referencia a la eventual potencia asistémica de la candidatura de Marco Enríquez-Ominami, sino en torno al significado final que todas las candidaturas se atribuyen mutuamente entre sí.
Los atributos son desorden e incapacidad de renovación en el caso de la Concertación; conjunción desnuda entre negocios y poder político en el caso de la Alianza por Chile; irresponsabilidad política y populismo en el caso de Enríquez-Ominami. Los contra argumentos de cada uno también son simples: cambio con estabilidad en el caso de Sebastián Piñera, continuidad con protección, inclusión y paz social en el caso de Eduardo Frei, renovación generacional y ética de la política en el caso de Enríquez-Ominami.
Es evidente que la instalación de un contenido de amenaza -e indirectamente de miedo- será un elemento característico de la mayoría de los mensajes electorales de los próximos meses, ya sea para afirmar o desvirtuar la visión propia y la de los adversarios. Y todos tendrán parcialmente la razón.
Ello ocurre debido a que, por primera vez desde que se recuperó la democracia, se ha instalado la idea que los pilares básicos de la gobernabilidad exhibidos por el sistema político chileno se encuentran sobrepasados por la realidad, y la capacidad de ordenarlos sinérgicamente parece agotada entre los actores.
El consociativismo político con que funciona el sistema, binominalismo estructural le denominan algunos, consiste básicamente en un triple consenso sobre: las reglas del juego económico, la estabilidad institucional y la paz social. Esos elementos debieran ser intangibles para los actores políticos, más allá de sus legítimas diferencias.
El sistema estuvo diseñado para que el binominalismo estructural ordenara de manera armónica esos elementos, independientemente del peso que se quiera atribuir al Poder Ejecutivo. Sus mecanismos básicos fueron una política de amplia asociación público privada como eje de las reglas del juego económico; de consultas prelegislativas impulsadas por el Ejecutivo para ordenar el sentido institucional del Estado; y el sistema electoral binominal para inducir bloques amplios y mayorías precarias que debían equilibrarse con procedimientos legislativos de quórum calificados.
Ese esquema se encuentra hoy cuestionado de facto y sin una alternativa de reemplazo, más allá de la emergencia de tal o cual candidato, y tanto por sus propios desarrollos como por el agotamiento de sus fórmulas de gestión política. El potenciamiento de la asociación público privada dio origen a un desregulado lobby, el binominalismo se tornó en clientelismo y veto parlamentario negociado, y las bases sociales desbordaron la cooptación estatal del poder sindical, prueba de lo cual vimos en las movilizaciones en torno a la subcontratación y la última de los profesores en torno al Bono SAE hace pocos días atrás.
En estas circunstancias se hace bastante difícil imaginar de qué manera el próximo Presidente del país, independientemente de quien sea, podrá desarrollar una agenda legislativa normal sin tener que reclamar del bloque opositor acuerdos que exceden lo políticamente razonable en un armónico sistema constitucional de mayorías y minorías, y que no estén referidas a ciertos consensos básicos que hoy se hacen cada vez más débiles.
Más aún, los sentidos comunes entre partidarios de un mismo bloque, e incluso entre instituciones del propio Estado, se tornan cada vez más divergentes. La doctrina de la equidad social que llenó las políticas económicas en décadas pasadas, se ha visto ampliamente superada por una demanda impregnada de igualdad.
Y la protección social se invoca por algunos sectores como doctrina de Estado, tensando al máximo la capacidad de las normas constitucionales para llevar esto a un nivel de pacto político que no tiene ni en su origen ni como producto de las reformas constitucionales. Jamás la Constitución de 1980 será una Constitución social de derechos.
Las condiciones de gobernabilidad del actual sistema, que se expresaron en un pacto político interpretativo de la Constitución de 1980, empiezan a mostrar grietas. Por lo mismo, parece razonable que las distintas vertientes políticas y los propios candidatos se abran a un pensamiento menos conservador, y eviten utilizar métodos compulsivos como el miedo a la ingobernabilidad o atribuir a las instituciones capacidades que ya no tienen.
Lo que caracteriza a los sistemas políticos modernos, con aptitudes renovadoras y de cambio, es el ahorro del uso de la fuerza verbal o física y de la simbología de la agresión o el desplome, y la búsqueda colectiva de opciones de cooperación y competencia democráticas.
En nuestro caso, parece evidente que el escenario está puesto para una nueva Constitución y un nuevo consenso en el juego democrático.
Fuente: El Mostrador.
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