"...más que lamentar un quiebre institucional, el affaire de Honduras debiera llevarnos a revisar los objetivos y las metas de los organismos que resguardan el sistema interamericano. Más que evitar golpes, el objetivo debe ser construir democracias más fuertes.
Precisamente porque evidenció la debilidad previa de esa democracia y dejó al descubierto debilidades similares en otros países, el golpe en Honduras puede convertirse en la advertencia que América latina necesitaba para ampliar el foco desde la defensa de instituciones formales a una preocupación por las formas en que funcionan esas instituciones."
Aunque todavía hay tiempo para que el depuesto presidente de Honduras Manuel Zelaya regrese al poder antes de que empiece la campaña para las elecciones de noviembre, cada día es más probable que el golpe de estado en su contra termine siendo exitoso. A punta de bayoneta, con o sin fundamentos para hacerlo, los golpistas sacaron a Zeyala del poder y lo mandaron en avión al exilio. La historia de una región libre de golpes militares por más de 20 años no llegó. Pero más que lamentar un quiebre institucional, el affaire de Honduras debiera llevarnos a revisar los objetivos y las metas de los organismos que resguardan el sistema interamericano. Más que evitar golpes, el objetivo debe ser construir democracias más fuertes. Precisamente porque evidenció la debilidad previa de esa democracia y dejó al descubierto debilidades similares en otros países, el golpe en Honduras puede convertirse en la advertencia que América latina necesitaba para ampliar el foco desde la defensa de instituciones formales a una preocupación por las formas en que funcionan esas instituciones.
Si bien el golpe de Honduras del 28 de junio polarizó posiciones en América latina, incluso los que abogan por el retorno de Zelaya al poder como los que justifican su forzada salida concuerdan en que la democracia Hondureña tenía problemas serios que gatillaron el golpe. La defensa de Zelaya se complica cuando se analizan las decisiones que tomó el depuesto mandatario en los meses anteriores al golpe. Los que defienden, o justifican, su “reemplazo” inevitablemente deben utilizar artilugios para explicar la forma en que se puso abrupto fin al periodo de este presidente democráticamente electo. Pero es evidente a todos que la democracia hondureña aparecía bastante enferma antes del derrocamiento de Zelaya. Por eso, si bien es comprensible que algunos quieran la restitución de Zelaya—para no legitimar el primer golpe de estado exitoso contra un presidente democráticamente electo en América latina desde 1976—parece mucho más importante abocarse a las causas que llevaron al quiebre de los procesos democráticos en Honduras. Después de todo, a menos que se solucionen esos problemas, la inestabilidad será siendo la constante en ese país independientemente de quién ocupe la presidencia después de que el periodo constitucional de Zelaya llegue a su fin en enero de 2010.
La democracia supone que existan mecanismos abiertos, transparentes y competitivos de renovación de autoridades políticas. La gente debe decir quién los va a gobernar. Las elecciones libres se constituyen por tanto en una condición necesaria para la democracia. Respetar la voluntad de la gente y hacer cumplir los mandatos es un requisito para que exista democracia. Por eso, no podríamos decir que el gobierno actual de Honduras tiene un origen democrático. El de Zelaya, en cambio, sí lo era en su origen.
Pero la democracia también supone gobernar en forma democrática, con apego a las leyes, respeto por las autonomías de los otros poderes del Estado y por privilegiar las instituciones y los derechos por sobre los liderazgos personales. Ahora bien, por definición, un gobierno que no tiene origen democrático no puede aspirar a gobernar en forma democrática. Pero no se puede suponer que un gobierno que sí tiene origen democrático va a gobernar inevitablemente de forma democrática. Hay gobiernos democráticos en su origen que se deslegitiman en su ejercicio del poder. Hay presidentes democráticamente electos que no gobiernan democráticamente. El presidente Zelaya había sido justificadamente cuestionado por la forma en que gobernaba. Si bien el veredicto final sobre su forma de gobernar nunca fue apropiadamente emitido por los otros poderes del Estado y la fuerza de la bayoneta silenció argumentos razonables de sus adversarios, lo cierto es que Zelaya tensionó—sino abiertamente sobrepasó—los límites de lo que significa gobernar democráticamente.
Así como cuando un conductor ebrio finalmente se estrella después de haber guiado irresponsablemente por años bajo el efecto del alcohol, parecería errado centrarse en el golpe militar como el momento donde falló la democracia hondureña. Ahora que la OEA parece haber perdido la capacidad de influir sobre las decisiones del gobierno de facto en Honduras, que la mediación del presidente costarricense Oscar Arias se acerca a un peligroso estancamiento, y que faltan solo 90 días para las elecciones presidenciales en Honduras, corresponde que la OEA y los gobiernos de la región repiensen su estrategia de defensa de la carta democrática y promoción de la democracia en la región.
Si bien en América latina desde 1976 que no había golpe exitoso contra un presidente democráticamente electo, en años recientes ha habido numerosas ocasiones en que los presidentes han sido obligados a renunciar, las leyes y las instituciones han sido irrespetadas por la autoridad y los mandatarios han logrado gobernar con una discrecionalidad superior a la que sancionan las constituciones de sus países. Si bien es correcto defender el principio de que es la gente—y no los militares—los que deben tener la última palabra sobre quién va a gobernar, parece mucho más importante defender el principio que las autoridades deben gobernar de la misma forma que fueron electos, democráticamente. Desde esa perspectiva, el golpe de Honduras no es solo un hecho lamentable. También constituye una oportunidad para replantarse el objetivo de la carta democrática de la OEA.
Por Patricio Navia - Especial para Infolatam
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