jueves, 4 de septiembre de 2008

Ignacio Walter: Sobre Cumbres y desencuentros.

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La tragedia ocurrida con el accidente que costara la vida a 9 niñas del Colegio Cumbres es de aquellas cosas que nos mueven el piso, nos remecen, nos emocionan, nos interpelan, nos sacan de la rutina, el tedio o del estrés, y nos permiten reencontrarnos como una comunidad toda, que se reconoce a sí misma como tal. Se dejan a un lado divisiones y recriminaciones, van y vienen los reconocimientos y los testimonios, se elevan las plegarias, se unen las familias y se multiplican las demostraciones de solidaridad. De pronto me encuentro con una frase de mi hijo Benjamín (16) en un periódico, que expresa la solidaridad de su colegio para con las alumnas del Cumbres; veo a dos muchachos del Instituto Nacional —emblema averiado de la nación— expresando su afecto con una ofrenda floral; pienso en la reacción inmediata y espontánea del Gobierno, la Presidenta, la ministra de Educación, la FACh, el consultorio de Putre, los ariqueños en sus diversas manifestaciones; veo los rostros y las lágrimas de familiares, compañeras de curso, amigos y amigas; leo una columna de Juan de Dios Vial que resume todo con una belleza indescriptible, con referencias a la “catarsis colectiva”, la tragedia —forma poética superior de la religiosidad griega, nos dice—, el dolor, el amor, los misterios gloriosos, y todos los sentimientos de un abuelo de una de las víctimas, un filósofo, y un poeta él mismo, que es como la gran plegaria que nos representa e interpreta a todos.

Todos esos son sentimientos que me embargan y que, estoy seguro, reflejan los sentimientos de todos, conmovidos hasta en lo más hondo y lo más profundo. Y me pregunto, ¿es necesario que ocurra una tragedia como esa, con todo lo que ello implica de lo más trágico pero, sobre todo, de lo más sublime del ser humano, para que surjan en todos nosotros sentimientos tan nobles como los descritos? ¿Es necesario que ocurra algo tan trágico para que, por un momento, algunas horas, o días, nos reconozcamos y recordemos que formamos parte de una comunidad que ha sido bendecida de tantas maneras? ¿Será necesario que algo de esta naturaleza ocurra para recordarnos que es mucho más lo que nos une que lo que nos separa, como si sólo hubiese entre nosotros divisiones, murallas, abismos, recriminaciones, cuentas por cobrar; en definitiva, desencuentros múltiples y definitivos, y posiciones irreconciliables?

No es sólo la política y los políticos, el espectáculo no siempre edificante del Parlamento, y el ámbito de las instituciones públicas. Es también la profunda desconfianza que existe entre los chilenos respecto de otros chilenos —uno de los índices más elevados de América Latina—; es la ausencia de una cultura laboral basada en la cooperación más que en la confrontación; es la competencia feroz, en el ámbito público y privado, y una cultura que nos prepara y predispone hasta la obsesión en la dirección de la competencia más que de la cooperación; es la falta de la amistad cívica que nos recuerda Sergio Molina en otra inspirada columna de estos días y de cómo aquello amenaza la gobernabilidad (bien tan preciado después de años de confrontación y desencuentro). El final de “El señor de la querencia” es como la síntesis de todo lo anterior (yo digo que es como mucho).

Junto con todas estas demostraciones de desencuentro, sin embargo, están todas aquellas demostraciones de todos los días, más anónimas que públicas, pero no menos efectivas, de jóvenes solidarios que trabajan en las poblaciones, que recogen a los viejos en las calles, bajo la inspiración del Padre Hurtado, o que construyen mediaguas para los que carecen de un techo; de redes de organizaciones solidarias como las que coordina Pedro Arellano y que dan cuenta de las mil manifestaciones de la sociedad civil en la dirección del amor y la solidaridad; o de la hermana Karolina Meyer, que cumple 40 años en Chile al servicio de los pobres, con sus fundaciones “Cristo Vive”, bajo el lema “No podemos caer más bajo que en las manos de Dios”. En fin, son innumerables e interminables las demostraciones de encuentro, pero no es eso lo que uno ve en “la tele” (supe de un siquiatra que le prescribía a un paciente dejar de ver los noticiarios en la televisión porque hacen mal para la salud mental).

Es de esperar que la sangre derramada por estas 9 niñas del Cumbres nos aleje de tantos signos de desencuentro en la sociedad chilena y nos redirecciones en una lógica más virtuosa de lo que vemos a diario.

Fuente: La Segunda.
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