lunes, 22 de diciembre de 2008

``El golpe contra el estado de bienestar comenzó en Chile´´

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Ésa es una de las conclusiones a las que arribó Niall Ferguson, uno de los historiadores más destacados del mundo, en su último libro The Ascent of Money: A Financial History of the World. El escocés dedica un capítulo a Chile, donde expone su visión de las reformas introducidas por los Chicago Boys y también se explaya sobre la labor del "Harvard boy, José Piñera". Para escribirlo visitó Santiago y conversó con diversos economistas. Ésta es la transcripción del capítulo del libro que acaba de salir a la venta en Europa.

En 1976, un diminuto profesor de la Universidad de Chicago ganó el Premio Nobel de Economía. La reputación de Milton Friedman descansaba en gran parte en reinstalar la idea de que la inflación se debía a un aumento excesivo en la oferta de dinero. Como hemos visto, fue coautor del que quizás sea el libro más importante de todos los tiempos sobre política monetaria estadounidense, en el cual culpaba firmemente a la Reserva Federal por la Gran Depresión de 1929.

Pero la pregunta que, a mediados de los 70, preocupaba a Friedman era: ¿qué había fallado en el Estado de bienestar? En marzo de 1975, voló desde Chicago a Chile para responder esa interrogante.

Sólo 18 meses antes, en septiembre de 1973, los tanques rodaron por Santiago para derrocar al gobierno del presidente marxista Salvador Allende, cuyo intento por convertir a Chile en un Estado comunista había terminado en un caos económico total y en un llamado del Parlamento al golpe militar. Los jets de la Fuerza Aérea bombardearon el palacio presidencial de La Moneda, mientras eran observados por los opositores a Allende, en los balcones del cercano Hotel Carrera, celebrando con champaña. Al interior del palacio, el presidente peleaba sin esperanzas, armado con un AK-47: un regalo de Fidel Castro, el hombre a quien buscaba emular. Cuando los tanques estaban encima, Allende se dio cuenta de que todo había terminado y, arrinconado en lo que quedaba de sus cuarteles, se suicidó.

El golpe encarnó la crisis mundial del Estado de bienestar y planteaba una fuerte elección entre sistemas económicos antagónicos. Con el colapso de la producción y una inflación rampante, el sistema chileno de beneficios universales y pensiones estatales estaba en esencia en bancarrota. Para Allende, la respuesta había sido un marxismo extremo: el control al estilo soviético de cada aspecto de la economía. Los generales y sus partidarios estaban en contra de aquello. Pero, dado que el statu quo era claramente insostenible, ¿qué cosa proponían?

Aquí entró Milton Friedman. En medio de sus conferencias y seminarios, estuvo tres cuartos de hora con el nuevo presidente, el general Augusto Pinochet. Posteriormente le escribió una evaluación de la situación económica chilena, instándolo a reducir el déficit gubernamental, al que identificaba como la principal causa de la altísima inflación del país, la cual por ese entonces se empinaba en torno a 900%.

Un mes después de la visita de Friedman, la Junta chilena anunció que detendría la inflación "a cualquier costo". El régimen bajó el gasto en 27% e hizo quemar fajos de billetes. Pero Friedman ofrecía algo más que su evidente terapia de shock monetario. En una carta a Pinochet, escrita con posterioridad a su retorno a Chicago, afirmaba que "este problema" de la inflación surgió "de tendencias al socialismo que se iniciaron cuarenta años atrás, y que alcanzaron su clímax lógico -y terrible- en el régimen de Allende".

Más tarde Friedman recordaría: "El argumento general que estaba adoptando… es que sus actuales dificultades se debían casi por entero a la tendencia de cuarenta años hacia el colectivismo, el socialismo y el Estado de bienestar…". Además le aseguraba a Pinochet: "El fin de la inflación conducirá a una rápida expansión del mercado de capitales, lo cual facilitará enormemente la transferencia al sector privado de las empresas y actividades que aún están en manos del gobierno".

Por ofrecer estos consejos a Pinochet, Friedman fue denunciado en la prensa estadounidense. Después de todo, estaba actuando como consultor de una dictadura militar responsable de las ejecuciones de más de 2 mil comunistas y de torturar a otros 30 mil. El New York Times se preguntaba: "Si la teoría económica pura de Chicago sólo puede ser llevada a cabo al precio de la represión, ¿deberían sus autores sentir algo de responsabilidad?".

El papel de Chicago en el nuevo régimen fue bastante más que una visita de Milton Friedman. Desde la década del 50, había existido un flujo regular de brillantes economistas jóvenes chilenos a Chicago, gracias a un programa de intercambio con la Universidad Católica. Ellos volvían convencidos de la necesidad de equilibrar el presupuesto, reducir la oferta de dinero y liberalizar el comercio. Éstos eran los llamado Chicago boys, la infantería de Friedman: Jorge Cauas, ministro de Finanzas de Pinochet y posteriormente "superministro" económico; Sergio de Castro, su sucesor en el ministerio; Miguel Kast, ministro del Trabajo y posteriormente presidente del Banco Central; y al menos otros ocho que estudiaron en Chicago y participaron del gobierno. Incluso antes de la caída de Allende, diseñaron un detallado programa de reformas conocido como El Ladrillo, debido al grosor del manuscrito.

Las medidas más radicales, sin embargo, provendrían de un estudiante de la Universidad Católica que optó por estudiar en Harvard en vez de Chicago. Lo que él tuvo en mente resultó ser el desafío más profundo al Estado de bienestar en una generación. Thatcher y Reagan vinieron después. El golpe en contra del Estado de bienestar comenzó en Chile.

Para José Piñera, quien tenía 24 años cuando Pinochet se tomó el poder, la invitación de retornar a Chile le planteaba un dilema angustiante. Él no tenía ilusiones sobre la naturaleza del régimen de Pinochet. Sin embargo, creía en la oportunidad de poner en práctica ideas que habían estado tomando forma en su mente, desde su arribo a Nueva Inglaterra. La clave, pensaba Piñera, no sólo era reducir la inflación. Era esencial fomentar el vínculo entre los derechos de propiedad y los derechos políticos, lo que había sido el corazón del exitoso experimento norteamericano con la democracia capitalista. No había forma más segura de hacerlo que realizar un cambio radical al Estado de bienestar, comenzando con el sistema de pensiones financiadas por el Estado y otros beneficios. Así veía las cosas:

"Lo que había comenzado como un sistema de seguros de gran escala se había convertido simplemente en un sistema impositivo, en el que las contribuciones de ahora son usadas para pagar los beneficios de ahora, en vez de acumular un fondo para su uso futuro. Este enfoque de 'pago-al-salir' había reemplazado el principio de ahorro con la práctica del derecho… (Pero este enfoque) está arraigado en una falsa concepción sobre el comportamiento de los seres humanos. Destruye, en el nivel individual, el vínculo entre contribución y beneficios; en otras palabras, entre esfuerzo y recompensa. Dondequiera que esto ocurra en una escala masiva y durante un largo período de tiempo, el resultado final es el desastre".
Entre 1979 y 1981, como ministro del trabajo (y posteriormente de Minería), Piñera creó un sistema de pensiones radicalmente nuevo para Chile, ofreciéndole a cada trabajador la opción de salirse del sistema de pensiones estatal. En vez de pagar un impuesto al trabajo, tendrían que colocar una suma equivalente (10% de sus sueldos) en una cuenta de jubilación personal, la que sería administrada por empresas privadas y competidoras, conocidas como Administradoras de Fondos de Pensiones. Al llegar a la edad de jubilación, el participante retiraría su dinero y lo usaría para comprar una anualidad, o si lo prefería podría seguir trabajando y contribuyendo. Además de la pensión, el plan también incluía seguros por invalidez y de vida. La idea era darle al trabajador chileno la noción de que el dinero ahorrado era de verdad capital de su propiedad.

En palabras de Hernán Büchi (quien ayudó a Piñera a redactar la legislación de seguridad social y luego implementó la reforma a la salud), "los programas sociales tienen que incluir algún incentivo para el esfuerzo individual y para que las personas sean gradualmente responsables de su propio destino. No hay nada más patético que los programas sociales que fomentan el parasitismo social".

Piñera hizo una apuesta. Les dio a los trabajadores una opción: mantenerse en el viejo sistema de "pago-al-salir" u optar por las nuevas cuentas de jubilación personales. Tuvo que ejecutar un trabajo de convencimiento, realizando regulares apariciones en televisión, para darles seguridad a los trabajadores de que "nadie les quitará el cheque de sus abuelitas" (del sistema antiguo). Se mantuvo firme, rechazando sarcásticamente la propuesta de que fueran los sindicatos del país, en vez de los trabajadores individuales, los responsables de escoger las AFP de sus miembros. Finalmente, el 4 de noviembre de 1980, fue aprobada la reforma, entrando en vigencia, bajo la traviesa sugerencia de Piñera, el 1 de mayo de 1981, el Día Internacional del trabajo.

La respuesta pública fue entusiasta. Hacia 1990, más del 70% de los trabajadores se había cambiado al sistema privado. A fines de 2006, cerca de 7,7 millones de chilenos tenían una cuenta de jubilación personal; otros 2,7 millones también estaban cubiertos por planes de salud privados, bajo el llamado sistema de las Isapres, el cual les permitió a los trabajadores salirse del sistema de seguro estatal a favor de proveedores privados. Puede que no suene a tanto, pero -junto con otras reformas inspiradas en Chicago e implementadas por Pinochet- esto representó una revolución tan grande como cualquier cosa que haya planeado el marxista Allende en 1973. Más aún, la reforma tuvo que ser introducida en un momento de extrema inestabilidad económica, consecuencia de la deficiente decisión de atar la moneda chilena al dólar en 1979, cuando el dragón de la inflación parecía estar muerto. Cuando al poco tiempo las tasas de intereses estadounidenses subieron, la presión deflacionaria hundió a Chile en una recesión que amenazó con descarrilar completamente al expreso Chicago-Harvard. La economía se contrajo 13% en 1982, reivindicando -en apariencia- las críticas de la izquierda al tratamiento de shock de Friedman. Recién a fines de 1985, se pudo considerar superada la crisis. Hacia 1990, estaba claro que la reforma había sido un éxito: las reformas al Estado de bienestar eran responsables de la mitad de la caída del gasto gubernamental (desde el 34% del PIB al 22%).

¿Valió la pena la enorme apuesta moral que hicieron los Chicago y Harvard boys, al irse a la cama con un dictador militar asesino y torturador? La respuesta depende de si uno cree o no cree que estas reformas económicas ayudaron a pavimentar el camino de vuelta a una democracia sustentable. En 1980, sólo siete años después del golpe, Pinochet dictó una nueva Constitución que dictaba una transición de 10 años para la vuelta a la democracia. En 1990, habiendo perdido un plebiscito, Pinochet abandonó la presidencia (aunque se mantuvo a cargo del Ejército por otros ocho años). La democracia fue restaurada, y para ese entonces el milagro económico estaba produciéndose, lo que ayudó a asegurar su supervivencia.

La reforma a las pensiones no sólo creó una nueva clase de propietarios, cada uno con sus ahorros para jubilarse. También le dio a la economía chilena una masiva inoculación, dado que su efecto fue aumentar significativamente la tasa de ahorro (hasta un 30% del PIB, en 1989, la más alta de América Latina). Inicialmente, se impuso a las AFP un límite que evitaba que invirtieran más de 6% (más tarde 12%) de los nuevos fondos de pensión fuera del país. El efecto de esto era asegurar que la nueva fuente de ahorros de Chile fuera canalizada al propio desarrollo económico del país. En enero de 2008, visité Santiago y vi a los corredores del Banco de Chile cómo invertían afanosamente las contribuciones de los trabajadores chilenos en su propio mercado accionario.

Por cierto, existe un lado oscuro en el sistema. Se dice que los costos de administración y fiscales son demasiado altos. Como en la economía no todos tienen un empleo regular de tiempo completo, no todos terminan participando en el sistema. Los trabajadores independientes no fueron obligados a contribuir a las cuentas de jubilación personales, y los empleados part time tampoco contribuyen. Eso deja a una proporción sustancial de la población sin ningún tipo de cobertura previsional, incluyendo a muchos de los que viven en La Victoria, barrio que alguna vez fue un lugar de resistencia popular al régimen de Pinochet, y aún es el tipo de lugar en donde la cara del Che Guevara se ve en rayados de los muros.
Por el otro lado, el gobierno está dispuesto a aportar la diferencia para las personas cuyos ahorros no basten para pagar una pensión mínima, siempre que cuenten con al menos 20 años de trabajo. También existe una Pensión Básica Solidaria para quienes no califiquen con aquello. Pero sobre todas las cosas, la mejora del desempeño económico de Chile desde la implementación de las reformas de los Chicago boys es hoy difícil de negar. La tasa de crecimiento en los 15 años antes de la visita de Friedman había sido de 0,17%. En los 15 años que le siguieron, fue de 3,28%, por lo tanto, 15 veces más alta. La tasa de pobreza ha declinado drásticamente a 15%, comparada con el 40% del resto de América Latina. Santiago es hoy una brillante ciudad de los Andes, la más próspera y atractiva del continente.

Un signo del éxito de Chile es que las reformas a las pensiones han sido imitadas a lo largo del continente, y por cierto en todo el mundo. Bolivia, El Salvador y México copiaron el sistema al pie de la letra. Perú y Colombia introdujeron pensiones privadas como una alternativa al sistema estatal. Kazajistán también ha seguido el ejemplo chileno. Incluso, parlamentarios británicos han abierto un camino desde Westminster a la puerta de Piñera. La ironía es que la reforma chilena ha sido mucho más radical que todo lo que se ha intentado en Estados Unidos, el corazón de las economías de libre mercado.

Niall Ferguson:

Niall Ferguson nació en Glasgow, Escocia, en 1964. Es profesor de Historia Económica de la Universidad de Harvard e investigador de la Universidad de Oxford, por lo que vive una mitad del año en cada sitio. Sus columnas aparecen publicadas regularmente en The New York Times, The Washington Post y Fortune. Hace un año se integró al equipo de editorialistas del periódico Financial Times. La revista Time lo ha incluido en su conocido listado anual de las 100 personalidades más influyentes del mundo. El próximo año, Penguin publicará su libro Warburg: Finance and Power in the Twentieth Century.

Fuente: Revista Que pasa?
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