martes, 29 de abril de 2008

Mi paso por la educación pública - sus estudios, en 1972 - Alfredo Jocelyn-Holt.

Mi paso por la educación pública
Sus estudios secundarios, en 1972.

Se convirtieron en la añoranza nacional, en la utopía: liceos de excelencia para menguar la distancia abismante en calidad con los colegios privados. En esta crónica, el historiador Alfredo Jocelyn-Holt rememora su paso, como estudiante, por las aulas de dos escuelas públicas de Washington, una de las cuales también acogió a Michelle Bachelet. El modelo educacional estadounidense es uno de los citados, por estos días, para replicar en Chile.

Por Alfredo Jocelyn-Holt

Tuve la suerte y el lujo de ser formado, durante mi etapa secundaria, en excelentes escuelas públicas pertenecientes a uno de los sistemas educacionales más selectos de los EE.UU., si es que no del mundo. Ello, gracias a que mi familia, en las décadas de 1960 y 70, vivía en uno de los condados suburbanos más conspicuos y afluentes del estado de Maryland próximo a Washington D.C.

Una experiencia excepcional, propia del país y de la capital más poderosa del globo. Nada que ver con lo que entonces, hoy o en el futuro cercano, uno pueda imaginar en Chile. Así y todo, una experiencia que demuestra que una óptima educación pública es posible debido a la alta solvencia económica de sus residentes locales, aunque tanto más crucial sea el compromiso comunitario que anima a institucionalidades ejemplares como ésta.

Parques, casas y colegios

Felipe Herrera, el fundador del BID, solía decir que Washington no era una ciudad cualquiera con casas y jardines sino más bien toda ella era un solo parque gigante con residencias, muchas espléndidas, sin muros o rejas divisorias, esparcidas en medio de bosques y plácidas lomas. Un paisaje como de película, donde uno suele ver a alguien cortando o regando el pasto, recogiendo hojas, barriendo la nieve, yendo a las distintas iglesias locales, a sus numerosos clubes de golf o comprando en los sectores comerciales debidamente delimitados.

Por cierto, la imagen corresponde a las afueras de la ciudad, donde todavía hoy reside la plana alta del gobierno federal, sus profesionales de carrera, los políticos del Congreso, diplomáticos y funcionarios internacionales; en suma, uno de los núcleos burocráticos más capacitados concebibles, acostumbrado a un tren de vida algo aburrido aunque cosmopolita, que goza de muy altos ingresos, trabaja religiosamente de 9 a 5 (ni un minuto más) y cuya principal tarea es hacer funcionar y resguardar los intereses del imperio americano y sus aliados.

Fue allí, en los barrios de Bethesda y Chevy Chase, donde viví y me eduqué entre 1967 y 1973. Mis primeros tres años de secundaria los llevé a cabo en el Western Junior High School (hoy Westland Middle School), donde también asistió Michelle Bachelet. Los cuatro últimos en el Bethesda-Chevy Chase High School (B-CC), ambos colegios del Montgomery County Public School System. Liceos, por supuesto, en los que no hay que pagar si se es residente del condado, y al ser de tan alta calidad, son preferidos por los exigentes apoderados, pasando por encima las ofertas de colegios privados y religiosos de la zona.

Estamos hablando de un sistema que actualmente suma en casi US$ 12.500 anuales la inversión por alumno, cifra bastante más alta que lo que yo pago en este momento por mi hija en el Grange. Cálculo que, sin embargo, abarca a 199 establecimientos primarios, secundarios y especiales; en total unos 138 mil alumnos en la actualidad, que equivaldrían a más de ochenta Grange, claro que en un condado de sólo un millón de habitantes y en el cual uno de cada siete residentes participa del sistema público. A lo cual habría que agregar un equipo de 11 mil docentes, 80% de los cuales poseen el grado de máster en sus respectivas disciplinas y que logra que el 91% de estudiantes egrese exitosamente de sus aulas.

No es de extrañar, por tanto, que en su declaración de intenciones los directivos del sistema aseguren que la educación que ellos proveen es de nivel mundial (world class). De hecho, en 1960, B-CC High School fue evaluado como el mejor colegio de los EE.UU. por la revista "Time", y en mi época, todavía figuraba entre los 10 mejores. Según cifras recientes, más del 10% de sus graduados ingresa a las 25 más prestigiosas instituciones universitarias norteamericanas, el 75% son aceptados por colleges de cuatro años y el 20% por colleges de dos años.

Se trata de colegios, además, que individualmente pueden llegar a poseer bibliotecas de hasta 20 mil volúmenes (la mitad de lo que disponía hace unos años la Universidad de los Andes), amén de disponer -como en el caso de mi High School- de dos gimnasios, un auditorio para 900 personas, varias canchas deportivas, estudios de televisión cerrada, salas de música, entre otros. Si a ello le añadimos que, en la actualidad, B-CC atiende a alumnos de diversos grupos étnicos (según las categorías del colegio, 64% blancos, 16% afroamericanos, 14% hispánicos y 6% asiáticos), y de 55 nacionalidades extranjeras, uno puede comenzar a vislumbrar de qué tipo de establecimientos y variedad cultural se trata.

Apuesta a la excelencia

Guarismos como los anteriores, aunque impresionantes, no terminan por retratar fielmente una educación de tan alta calidad. Lo que no me deja de impresionar es que hayan sido instituciones públicas tan buenas o mejores que los establecimientos pagados. Colegios privados existían, pero salvo un solo caso de un amigo de barrio, no conocí a nadie más que asistiera a aquéllos. Presumo, al igual que mis padres en su momento, que ni en gasto ni en resultados se justificaba elegir esa otra opción. Mi amigo, en cambio, era británico-portugués y su familia acostumbraba a enviar a sus hijos a boarding schools (internados no mixtos). En efecto, una vez egresado de B-CC y estudiando en la universidad de Johns Hopkins (la vigesimotercera mejor universidad del mundo, según el Times Higher Education Supplement), tampoco conocí a muchos otros alumnos provenientes de colegios privados, lo cual me confirmó que una educación pública de tan alto nivel no era una excepción sólo de Washington.

En mi caso, fuera de llegar a aprender y dominar el inglés -que hasta entonces desconocía-, mis dos colegios norteamericanos me permitieron desarrollarme intelectual y personalmente como no lo habría logrado, quizás, en Chile. Tuve acceso a bibliotecas del plantel y del barrio que todavía añoro cuando me falta algún libro o dato esquivo. Aprendí en mis clases de literatura e historia a redactar ensayos razonados, informados y con bibliografías y pies de páginas, sin falta alguna (un error de sintaxis u ortográfico bajaba un punto la nota), gracias a lo cual, treinta y tantos años después me gano la vida redactando artículos periódicos como en esta ocasión. Cuando llegué a la universidad -una experiencia aún más competitiva que la del colegio- no sentí angustia alguna; me propuse y logré estar entre el 5% mejor de mi promoción; de hecho, al tercer año ya se me había promovido a un máster de dos años en conjunto con la licenciatura.

En verdad extraordinario. En el auditorio del colegio escuché al poeta Allen Ginsberg y a George McGovern, el candidato presidencial de 1972 contra Nixon. Tuve ocasión de conocer y conversar con numerosas personalidades que figuraban en los medios y presencié al primer equipo de ping-pong de la China comunista que visitara el país. Estando en el colegio, viví una de las épocas más agitadas y radicalizadas en uno de los lugares más claves de aquel momento -las marchas contra la guerra del Vietnam y a favor de la lucha por los derechos civiles de las minorías raciales, el despertar de la juventud sesentista, el feminismo, el hippismo y toda suerte de experimentaciones vivenciales-, sin embargo, nunca vi ni probé droga alguna. Leíamos en clase a T. S. Eliot, a Ezra Pound, a los "beatniks" y discutíamos todos los temas entonces candentes con la más absoluta libertad y sin censura. Con todo, nunca me dejé el pelo largo ni tampoco lo tenían la mayoría de mis compañeros y eso que se nos permitía asistir sin uniforme y no existía código de vestimenta obligatorio. No recuerdo haber presenciado ningún incidente disciplinario, ninguna pelea ni siquiera empujones en los patios en los siete años que cursé la secundaria. No fui nunca a un concierto rock ni tampoco tuve conciencia de que una sexualidad precoz podía estar entre las alternativas posibles, aun cuando, siendo mixto el colegio, se formaban parejas y se manifestaban afectos en público con una naturalidad sana, sin mofas o culpas.

Ahora que lo pienso, en retrospectiva, la permisividad creciente que se vivía no alcanzaba a mermar el todavía fuerte conservadurismo tolerante y seguro de sí mismo que sustentaba a este tipo de colegios públicos. Washington y sus suburbios más afluentes seguían siendo los de una ciudad sureña tradicional, abierta sin embargo a cambios cada vez más radicales, integrados a la agenda social de los gobiernos demócratas (liberals) de aquella época. De ahí que el entorno, la comunidad, fuese una curiosa mezcla de señores vestidos de impecable fome gris que confiaban plenamente en la alta profesionalidad de las autoridades educacionales con tal de que sus hijos recibieran la mejor enseñanza posible y llegaran a ser igualmente responsables, fomes y "progresistas" que sus padres. Era tal la confianza que no recuerdo que mis propios padres tuviesen que asistir a ninguna reunión de apoderados, ni supieran mucho de mi rendimiento académico y si estaba o no yo contento. Me sabían responsable y motivado y que estaba en las mejores manos. Punto.

Mi colegio era un edificio, en aquel entonces, como todo el barrio de Chevy Chase, colonial americano en estilo, sin rejas ni guardias, bien cuidado, imponente, serio, competente, sin vivas ni aspavientos, salvo para las contiendas deportivas a las que, por supuesto, nunca fui y nadie me reprochó por ello. Con un soporte humano e inmobiliario de primer nivel, abierto a quien viviera en la zona y requiriera que sus hijos se educaran sin miedo a los cambios ni a las nuevas ideas que entraban y salían por sus puertas. Un colegio plural, sin fines de lucro ni definiciones religiosas, sin temor al conocimiento ni al pensamiento. En definitiva, todo un orgullo nacional para la comunidad rica y tolerante que lo levantó y ha seguido financiando y apoyándolo, y del que, por supuesto, me siento todavía parte aunque nunca haya vuelto a pisar el lugar ni espero hacerlo. En fin, un colegio que me despertó respeto y admiración sin sentimentalismos.
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