lunes, 4 de enero de 2010

Mujeres y espacio público.

Hace algún tiempo las niñas me decían que querían ser doctora. Ahora me dicen que quieren ser presidentas".

Así resumió alguna vez Michelle Bachelet el cambio cultural que representó. Allí donde la división sexual del trabajo -sumada a la historia- dejaba a las mujeres fuera del manejo del Estado, ella probó que con la determinación suficiente, el poder estaría casi al alcance de la mano.

Lo demás vino casi por añadidura.

Hoy hay cinco mujeres en la Corte Suprema (ellas siempre fueron la mitad o más de los jueces, pero escasearon las que lograban ascender a puestos de autoridad); un cuatro o cinco por ciento del total de las Fuerzas Armadas y poco más del diez por ciento de las policías son mujeres (y llegará el día en que sean comandantes en jefe); las recientes elecciones incrementaron el número de mujeres en el Parlamento (acaban de ser elegidas dieciocho diputadas y tres senadoras), y del total de quienes asisten a la educación superior, la mitad son mujeres (aunque siguen concentrándose en algunas carreras definidas por habilidades consideradas femeninas).

Así entonces, no cabe duda. El espacio público -el ámbito donde deliberamos acerca de los asuntos comunes- acoge hoy a ambos géneros. La línea de lo que es posible para las mujeres se ensanchó de una sola vez y ya nada, o casi nada, parece quedar lejos de su alcance. ¿Significa lo anterior que hay motivos para estar satisfechos y tranquilos?

En absoluto.

Mientras algunas mujeres alcanzaban la Corte Suprema, pilotaban aviones, llevaban armas, ganaban las elecciones o comenzaban una carrera profesional, y mostraban de paso que el talento y la inteligencia se reparte por igual entre ellas y los hombres, había otras que eran víctimas de violencia en sus casas hasta perder la vida o poco menos. Hace apenas una semana, la estadística de femicidios (es decir, de asesinatos donde el género de la víctima es determinante) se empinó a ¡55! Casi cinco mensuales. Esas mujeres asesinadas empatan de más al número de las que ingresaron a puestos de relevancia en el espacio público.

Y hay una inmensa mayoría que, sin consentirlo, encoge su vida como consecuencia de la división sexual del trabajo (que se expresa, es bueno recordarlo por estos días, incluso en la Presidencia de la República, donde es costumbre que la mujer siga al varón reproduciendo en el más alto cargo del Estado la división del trabajo del hogar).

¿Sería de esperar, sin embargo, que aquellas mujeres que accedieron al espacio público se empeñen en remover, hasta sus últimos detalles, los obstáculos de género que todavía quedan y que amagan la vida de esas otras que son miles?

Desgraciadamente no es seguro.

Todavía hay quienes piensan que la división sexual del trabajo -la mujer en el hogar, el hombre en el mercado- es una cosa natural. En vez de pensar que una cosa es el sexo de cada uno y otra el papel que cada cual debe cumplir -sin que ambos estén necesariamente vinculados-, hay las que todavía creen a pie juntillas que en el guión del universo está escrito que las mujeres deben hacer algunas cosas y los hombres otras. Y que las sociedades funcionan bien cuando la mayoría se ciñe a ese guión. Y mal cuando se aparta de él.

En suma, no todas las mujeres que han accedido al espacio público se han enterado que, como confidenció Marilyn a Capote, son muchas las cosas que una mujer debe hacer sin que medie su consentimiento, "su auténtico consentimiento interior".

Por supuesto, para mejorar la situación de las mujeres no se trata de lograr que todas aspiren al espacio público y vean en la división sexual del trabajo un engaño que hay que eludir. Algo así sería torpe y desconocería que hay casi tantas formas de vivir la vida humana como individuos.

De lo que se trata, en cambio, es de que todas las mujeres puedan escoger el tipo de vida que quieren llevar adelante. En otras palabras, que su voluntad importe. Y así ninguna diga lo que Nora, el personaje de Ibsen: Puedo hacer todo lo que quiera porque sólo quiero hacer aquello que debo.

Se trata que todas las mujeres puedan tener la voluntad de esa niña que, lejos todavía de los rigores de su género, habló a Michelle Bachelet y le dijo que sí, que ella quería ser Presidenta.

Por Carlos Peña – Revista YA.
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