Una fantasía recorre a Chile: moderna, tecnológica, o parafraseando a Bourdieu, artefactual. La famosa y manoseada “opinión pública”, aquella que emana de las encuestas, admite innumerables usos.
En primer lugar, usos políticos, provocando nuevas estrategias de campaña a partir de cálculos por parte de los agentes que participan del juego (actualmente electoral).
En segundo lugar, usos psicológicos, en la medida en que un resultado de encuesta puede gatillar desplazamientos de las preferencias, temores, y hasta formas de pánico entre candidatos, dirigentes, militantes y ciertas franjas de electores.
En tercer lugar, usos sociales, especialmente por los medios de prensa, al transformarse en productores de climas de opinión, destacando resultados en sus portadas o, al revés, ocultándolos casi en la frontera que separa las páginas políticas de la crónica roja o de la farándula.
Existen muchas instituciones que realizan encuestas en Chile. Para mi gusto, demasiadas: el número de encuestas de mala calidad supera con creces el puñado de sondeos que sortearía con éxito el juicio de los (buenos) especialistas. Es importante no perder de vista que no todas las encuestas son comparables: si las encuestas cara a cara son a las encuestas telefónicas lo que un Rolls Royce es a una citroneta, los sondeos con muestras probabilísticas son a las muestras de cuotas lo que un Air Bus es a una avioneta. ¿Por qué? Porque las encuestas cara a cara son las que más se asemejan a una situación real de interacción, mientras que las encuestas telefónicas (especialmente las más automatizadas) sufren problemas de penetración de cobertura y de ignorancia acerca del entrevistado, permitiendo además la realización de reemplazos sin control alguno. En cuanto a los diseños muestrales involucrados, ya es hora de afirmar de una vez por todas que las muestras probabilísticas en todas sus etapas y sin reemplazos son las únicas que permiten establecer un error muestral preciso: sostener otra cosa es poesía, pese a quien le pese, desde las encuestas MORI hasta los sondeos IPSOS y tantos otros más.
Lo dicho hasta ahora es, tal vez, excesivamente técnico. Pero a la hora de publicar resultados, permanece la sensación de que todos los resultados de encuestas valen lo mismo, en circunstancias que desde hace décadas sabemos que ello no es así. Es esta interesada confusión entre tipos de encuestas la que ha contribuido a difundir una generalizada ilusión óptica, productora de efectos de realidad. Una parte de estos efectos se aprecia en los usos de los resultados de encuesta previamente señalados. Otra parte reside en a lo menos dos efectos sobre algunas fracciones del electorado que han sido detectados por la investigación científica.
Por una parte, el bandwagon effect, el que ocurre cuando los resultados de encuestas muestran a un candidato como ganador, lo que induciría a ciertos votantes a respaldarlo por el hecho de liderar la contienda. Por otra parte, el underdog effect, de orientación inversa, al consistir en que ciertos electores tenderían a votar por un candidato, fuera de cualquier tipo de simpatía, que es percibido como perdedor a causa de la difusión de datos de encuesta o de la anticipación del resultado por los medios de comunicación. Ambos efectos se originan en sesgos de percepción que han sido bien estudiados en psicología social, en psicología política y en ciencia política.
Lo anterior debiese desembocar en regulaciones de las encuestas, a lo menos en lo que se refiere a su calidad. No es una casualidad si actualmente 8 de los 18 países latinoamericanos prevén esquemas regulatorios de las encuestas, en el entendido de que el mercado dejado a su libre albedrío es tuerto, y tal vez ciego, ante calidades muy desigualmente distribuidas entre empresas y encuestas.
Por Alfredo Joignant - Instituto de Políticas Públicas Expansiva UDP - Universidad Diego Portales.
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