Desde sus casas con luz eléctrica y ordenaditas, los ricos miran sin querer el horror de sus vecinos, los pobres, que a pocos kilómetros duermen en las aceras, sin agua ni comida para defender unas ruinas que en nada se parecen a sus casas.
Parece una descripción maniquea e injusta, pero no lo es. Es la verdad. En las tragedias como el terremoto en Chile son los más pobres los que sufren, son los que ahorraron por años los que pierden sus casas, sus enseres, sus comodidades por las que tanto lucharon, pero que también tanto gozaron.
En ambos lados de la ciudad, ricos y pobres se preguntan por quá la vida premia a algunos y castiga a otros. Y en el corazón de muchos aparece la culpa y también las ganas de ayudar, de compensar en parte esta injusticia que no es culpa de nadie individualmente ni del rico ni del pobre, como no lo es que la naturaleza tiemble y destruya, que el mar que nos alimenta y nos recrea visite la tierra sin invitación llevándose con él pueblos enteros.
Curiosamente, los jóvenes viven estas diferencias con mayor naturalidad, se hacen voluntarios, visitan en las noches a las familias que viven ahora en las plazas con botellas de agua y velas, con leche para los niños, con chalecos gruesos de sus mamas, que se quedan en sus casas.
Los adultos más ricos tienen miedo a relacionarse con la pobreza si no es en forma organizada y acotada.
—¿Cómo me visto, cómo llego, qué digo? —dice una señora.
—¿Y si me agreden? —dice un señor.
—¿No será muy superficial tomar champagne a la hora de almuerzo y partir a ayudar a los sin hogar en la noche? —reflexiona pensativa otra señora.
—¿Y si quieren venirse a mi casa? Como les digo que no, que lío, uno es lo que es, la mezcla es imposible —dice otro señor.
Sus hijos saben que todos somos hermanos, lo saben porque aún no tienen vida propia, tienen la de sus padres y por lo tanto tienen menos culpa y más ilusiones.
Esta timidez que frena el encuentro cariñoso y honesto entre unos y otros viene del miedo. Los adultos que viven en mundos seguros y definidos tienen miedo de los que son distintos, temen que cualquier cambio les ponga en jaque sus torres de marfil. ¡Tantas mujeres y hombres quisieron ayudar, en la intimidad de sus corazones, los primeros días después del terremoto, cuando aun las calles eran el hogar de tantos! Prefirieron hacerlo a través de las donaciones.
Se perdieron una oportunidad fantástica de conocer el dolor y la bondad de otros. Como siempre, el miedo nos limita a repetir, no a crecer.
Por Paula Serrano – Revista YA.
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1 comentario:
O medo que os ricos têm de uma confrontação com a realidade da face, da palavra, da alma dos pobres, é o medo de ver o espelho .
Mas ninguém fica impune, na verdade, não.
O medo de perder o poder corrompe. E a concessão dos fracos é a concessão dos medos.
Os ricos não aguentam nada.
Ilusòriamente garantidos.
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